miércoles, 13 de junio de 2012

Carta de Alex a su madre y vídeo de la Stasi

El último trabajo del curso ha consistido en elaborar una carta de Alex, el protagonista de la película Good bye, Lenin, a su madre, bajo el supuesto de que ha perdido la memoria al despertarse del coma y sus hijos tienen que recordarle todo lo que ha olvidado. Además, hemos elaborado un vídeo para explicarle detalladamente qué era la Stasi, la policía secreta de la Alemania del Este.



Querida mamá,

Nos gustaría decirte lo contentos que estamos de que hayas despertado. Has demostrado una gran fortaleza y espíritu de lucha, y estamos muy orgullosos de ti por eso. Por ello, estamos convencidos de que aunque ahora no puedas recordar todo lo que ocurrió antes de que estuvieras en coma, pronto lo conseguirás, nosotros haremos todo lo que esté en nuestras manos para ayudarte a hacerlo, por eso te escribimos esta carta. Lo mejor será que leas despacito, con una bebida al lado para ayudarte a refrescar las ideas. Te hemos dejado una cocacola en la mesilla de noche, pero si, hubieras despertado tan solo unos meses antes, te hubieras encontrado una Vita Cola.

Lo que has olvidado ha sido una guerra, mamá, una guerra que nunca llegó a desencadenarse pero que siempre amenazaba con hacerlo. Una guerra que dividió al mundo tal y como dividió Berlín y lo mantuvo en vilo, a la espera, siempre a la espera. Los Estados Unidos y la Unión Soviética llevan años rivalizando por el control del mundo, y por eso han intervenido en las guerras civiles de muchos países, intentando imponer su ideología. Primero fue en Corea, cuando Corea del Norte, presidida por Kim II Sung, intentó anexionarse Corea del Sur y fracasó, luego, con la invasión soviética a Hungría y, más tarde, con  la revolución cubana, liderada por Fidel Castro y el Che Guevara, que acabó con la gran influencia de Estados Unidos en Cuba e inició la de la URSS. Las tensiones no hicieron sino aumentar con la visita de J. F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos, a Berlín, en respuesta a la construcción del muro del Berlín por parte de la URSS para evitar que nosotros pudiéramos escapar a Berlín occidental en busca de una vida mejor. Puede que no fuéramos superiores en todo, pero también tuvimos nuestros triunfos, como la guerra de Vietnam, en la que superamos a Estados Unidos aun con toda su supuesta superioridad armamentística. Por esa época Breznev era el máximo dirigente de la Unión Soviética, y fue el momento de mayor expansión del bloque comunista. Al conflicto de Vietnam le sucedió la invasión de Checoeslovaquia, y, más tarde, la invasión de Afganistán, cuyas consecuencias trascenderían el ámbito militar y provocarían que la Unión Soviética y Estados Unidos se boicotearan mutuamente en las Olimpiadas de 1980 y 1984, negándose a participar en las que se celebraban en el país rival. Fueron las Olimpiadas más aburridas de la historia. Con todo, los últimos años de la guerra fría fueron los más distendidos. Gorbachov, el presidente de entonces, no pudo poner freno a la desintegración del bloque soviético y Reagan, el presidente de Estados Unidos, mantuvo el tipo. La Guerra Fría acabó con la caída del muro de Berlín.

Los dos bloques no nos enfrentamos únicamente militarme, también hubo una gran carrera armamentísticas (todos hemos tenido alguna vez pesadillas en las que se desencadena la Tercera Guerra Mundial y nos cae un misil balístico intercontinental o un euromisil a la cabeza) y una carrera armamentística, en la que nos enfrentamos a la NASA. Nosotros fuimos los primeros en mandar un hombre al espacio, Yuri Gagarin, gracias al programa Soyuz, pero al final ellos consiguieron enviar un hombre a la luna antes que nosotros y fuimos derrotados.

Durante esos años fuimos, en cierta forma, el centro del mundo. Después de la Segunda Guerra  Mundial, Berlín quedó divida en dos: Berlín occidental y nosotros, Berlín Oriental. Se crearon dos estados diferentes con cancilleres diferentes: Walter Ulbricht, líder del Partido Socielista Unificado y presidente de nuestra nación, la DDR, y Konrad Adenauer, presidente de la República Federal Alemana. Hubo incluso un canciller socialista en la RFA, Willy Brandt. Cada Alemania tenía incluso su propio equipo de fútbol, y competían los unos contra los otros en las competiciones internacionales. En un Mundial nuestra selección llegó incluso a ganarle a la de la República Federal Alemana, y aunque al final fueron ellos los que ganaron el Mundial, el futbolista que marcó uno de los otros, Sparwasser, se convirtió en un héroe nacional. Luego huyó a la RFA, pero bueno, mamá, esa es otra historia. Cuando el muro cayó, apenas un mes después del 40 aniversario de la fundación de la DDR, Erich Honecker era el presidente de la República Demócrativa Alemana.

Hasta entonces, en Berlín, como en el resto de la Unión Soviética, estábamos viviendo con una economía controlada por el Estado. Las casas nos las daba el Estado, la ropa la fabricaba el Estado, la comida la producía el Estado, y tú, mamá, te dedicabas a enviar cartas para que los productos se ajustaran más a nuestros gustos y necesidades. Había una única marca de cada cosa. En Rusia había un modelo de coche, el Lada, y aquí otro, el Trabant. Había que pedirlo, y te lo daban seis años después. A nosotros solo nos faltaba tres años para que nos dieran el nuestro cuando cayó el muro y pudimos ir a comprarlo a un concesionario donde te lo daban inmediatamente. Tomamos partido en la carrera espacial: Sigmun Jamh, el primer alemán en ir al espacio, fue mi ídolo cuando era un niño. Había asociaciones juveniles, los pioneros, con las que tú colaborabas como voluntaria dirigiendo grupos de canto y participando en campamentos y actividades extraescolares con los niños. Mi hermana y yo fuimos pioneros cuando éramos pequeños. Tu entrega y tu lealtad al partido hicieron que te concedieran un premio a ciudada ejemplar, mamá.

No era perfecto. No podíamos tener todas las cosas que nos hubieran gustado de la manera que nos hubiera gustado. No podíamos elegir a nuestros representantes y podíamos ir a la cárcel por criticar al partido. No era el país ideal en el que vivir, pero, ¿cuál lo es? Ahora tenemos todas esas cosas y mucha gente se está muriendo de hambre por no poder encontrar trabajo. Puede que mi hermana y yo no tuviéramos la mejor de las infancias en la República Democrática Alemana, pero fuimos muy felices, y todo gracias a ti, que siempre estuviste ahí para cuidarnos, enseñarnos y ayudarnos en lo que necesitábamos. Eres la mejor, mamá, y la persona más fuerte que he conocido en toda mi vida. Sigmun Jamh ni siquiera te llega a la suela de los zapatos. Por eso estamos convencidos de que te recuperarás y recuperarás la memoria. Y si no lo haces, no importa, nosotros lo recordaremos por ti y estaremos a tu lado pase lo que pase, tal y como tú has estado al nuestro.

Te quiero muchísimo,

Alex.





domingo, 29 de abril de 2012

El último capítulo del diario de Hitler


La película alemana "El hundimiento", ha sido el punto de partida del tema de la Segunda Guerra Mundial. Hemos visto la película en clase y, basándonos en ella, hemos tenido que elaborar el que podría haber sido el último capítulo del supuesto diario de Hitler, incluyendo una serie de términos.



30 de abril de 1945

Me llamo Adolf Hitler. Nací en Braunau am Inn el 20 de abril de 1889, y hoy me dispongo a morir en Berlín, capital del Imperio Alemán, y último bastión de resistencia contra el enemigo. Los comunistas están tomando la ciudad y los bombardeos occidentales sacuden las paredes del búnker. Es sólo cuestión de tiempo que irrumpan aquí, pero si algo puedo garantizar es que no me encontrarán para recibirlos. Para entonces, ya habré muerto, y he dado orden de que incineren mi cuerpo hasta no dejar rastro de él. Yo no tendré el mismo destino que Mussolini, colgado de una gasolinera después de una huída desesperada y de la instauración de la República de Saló, humillado, mancillado por el enemigo. He sido Canciller de Alemania, líder de un Imperio, el Tercer Reich, y si de algo me enorgullezco es de haber defendido los intereses de mi nación y de la raza aria hasta el último cartucho, sin vacilar, sin capitular, sin ceder nunca ante el enemigo. Así moriré y así se me recordará.

He dedicado prácticamente cada minuto de mi vida a luchar por el pueblo alemán, desde que, en 1914, me alisté en el ejército austríaco para defender los intereses de mi nación. Nací en Austria y soy alemán, pues de todos es sabido que ambos estados son uno, aunque en ese momento las fronteras atestiguaran lo contrario; y ya entonces sabía, en lo más profundo de mi corazón, que viviría para ver el día en que ambas naciones estuvieran políticamente unidas. Serví fiel y valerosamente, luchando hasta el último aliento y dando gracias todas las noches por la oportunidad de luchar que me había sido concedida. Nada consiguió amilanarme, ni los lamentos de mis compatriotas, ni la dureza de la vida en las trincheras, ni el disparo que recibí en la pierna, ni los gases tóxicos que inhalé. Sólo los periodos que tuve que pasar en la enfermería, completamente impotente, conseguían llevarme al borde de la desesperación. No temía a la muerte ni al enemigo, mi único miedo, lo único que no me dejaba dormir tranquilo por las noches, era la certeza que, al luchar en el frente, estábamos dando la espalda a nuestro mayor enemigo, al que habíamos dejado viviendo en nuestras calles, conviviendo con nuestras mujeres y nuestros hijos, e interfiriendo en nuestra política. Sabía que si no ganábamos pronto la guerra, ellos, judíos, gitanos, comunistas, se las arreglarían para que acabásemos derrotados. Lo sabía, pero ello no suavizó ni un ápice de lo que sentí cuando me enteré de que íbamos a firmar un armisticio. Estábamos a punto de ganar la guerra, podíamos tocar la victoria con sólo extender la mano y, aún así, nos vimos forzados a rendirnos.

Y nadie hizo nada para impedirlo.

Guillermo II abdicó, se instauró la República de Weigmar en Alemania. ¡Una maldita República! Una democracia. No sólo no estábamos haciendo nada en contra de los culpables de que perdiéramos la guerra sino que, además, les permitíamos participar en el Gobierno.

El Tratado de Versalles fue la mayor afrenta que jamás ha tenido que sufrir Alemania, una burla vengativa elaborada por los despreciables enemigos de nuestro país, cargados de envidia y deseos de arrebatarnos y repartirse el poder que tantos nos había costado conseguir. Pero aún más viles que aquellos que elaboraron el Tratado fueron aquellos traidores que lo firmaron. Yo me hubiera pegado un tiro en la sien si hubiera recaído en mí semejante deber, o le hubiera hecho tragar el papel a quien me hubiera puesto delante tamaña infamia; cualquier cosa, menos ser responsable de la vergüenza que recayó sobre Alemania.

Nunca, jamás, he experimentado una sensación semejante a la que se adueñó de mí en ese momento. Estuve a punto de perder la fe en todo, me hallaba completamente cegado por la rabia. Pero, aún así, no permití que el odio que sentía fuera un impedimento en mi lucha; sino justo lo contrario: lo convertí en mi fuerza. Me negué a rendirme. Mi objetivo era seguir luchando, y con eso en mente me trasladé a Munich, en busca de mi regimiento, sólo para encontrarme con que había caído en manos de una panda de socialistas. Ante tal visión, no pude sino marcharme.

Durante un tiempo, vagué de un lado para otro, sin tener claro cómo proseguir mi camino. Trabajé en una cárcel de prisioneros de guerra y realicé algunos trabajos para el ejército; pero no sería hasta un tiempo después cuando pude tomar parte activa por primera vez con el problema judío.

En cuanto a la política, me involucré en el Partido Obrero Alemán, y en él encontré por fin la respuesta. La respuesta a mis inquietudes, la respuesta a los problemas de Alemania. Conocí a personas que de verdad entendían lo que estaba ocurriendo, que compartían mi visión y mi punto de vista. Pude escalar puestos con rapidez, y no pasó mucho tiempo antes de que el Partido Obrero Alemán se convirtiera en el Partido Nacionalsocialista que hoy todos conocemos. Por fin estaba emprendiendo acciones reales a favor de Alemania, por fin estaba en posición de jugar el papel que siempre había soñado por mi nación. Lo único que necesitaba era acceder al poder.

Cuando, en 1923, se produjeron conflictos entre Francia y Alemania por el pago de las reparaciones de guerra, creímos que había llegado el momento. El pueblo nos necesitaba y nosotros estábamos preparados. Planeamos cuidadosamente el Putsch de Múnich e intentamos dar un golpe de Estado.

Como todo el mundo sabe, fracasamos.

Fui juzgado y condenado por querer lo mejor para mi país, pero no tuve miedo en ningún momento. Sabía entonces, tal y como lo sé hoy, que la historia nos acabaría dando la razón.

Mi mayor preocupación fue la condena. Tuve que pasar nueve meses en la cárcel. Nueve meses alejado de la gente y de las calles, incapacitado para luchar por mi causa. ¿Cómo podría defender a Alemania de las plagas que la infectaban durante ese tiempo?, me preguntaba. ¿Qué clase de persona sería si me quedaba con los brazos cruzados? Fue entonces cuando decidí que mi estancia en la cárcel no pasaría en vano. Tomé la determinación de plasmar mi lucha por Alemania en un libro, de hablar sobre la superioridad de la raza aria y sobre mis temores de que se viera corrompida por las demás razas inferiores, de modo que pudiera hacer llegar mis palabras a todo el pueblo alemán. No fue tarea fácil, pero cuando abandoné la prisión, lo hice con el manuscrito de mi libro debajo del brazo y la esperanza de que no hubiera de transcurrir mucho tiempo antes de que cada hogar contara con un ejemplar como guía. De acuerdo con su contenido, lo titulé Mein Kampf. Mi lucha.

Durante los años que siguieron, el Partido Nazi tuvo que hacer frentes a múltiples dificultades para poder seguir en pie. Fue presa de las dudas y el desprestigio, y prueba de ello fueron los resultados de las sucesivas elecciones. Pero no era esa mi mayor preocupación. Sabía que las dificultades del partido serían solo temporales, era la actitud del pueblo alemán lo que realmente me atormentaba. La recuperación económica y el tiempo que había transcurrido desde el final de la guerra provocaron que la gente empezara a olvidar. Olvidar la derrota, la humillación, las vejaciones a las que seguíamos estando sometidos. Como si no hubiera pasado nada. Como si no hubiéramos sido cruelmente pisoteados. Si en algún momento he tenido miedo o he sido presa del desaliento, fue ese.

La gran depresión económica fue, irónicamente, nuestra salvación y la de la Alemania que hoy conocemos. El hambre, el paro y la desesperación asolaron al pueblo y le recordaron que eran meros peones en manos de las potencias occidentales y que lo seguirían siendo, a menos que se impusieran sobre ellos y les hicieran ver su supremacía. El presidente Hidenburg fue incapaz de remediar la mala situación económica y el hambre y la desesperación se adueñó del pueblo. El Partido hervía de excitación, todos sabíamos que, por fin, había llegado nuestro momento. Si no era ahora, nos repetíamos, no sería nunca, y esta última no era en lo absoluto una opción. Todas nuestras esperanzas estaban depositadas en las elecciones del 33, todos los planes que elaboramos referidos a fechas posteriores los hacíamos bajo el supuesto de que ya estaríamos en el poder.

La noche anterior a las elecciones fui incapaz de dormir. No era el miedo al fracaso lo que me desvelaba, algo dentro de mí sabía lo que iba a ganar. Era la emoción que me producía ver cumplido el sueño de toda una vida lo que me impedía conciliar el sueño. Por fin, pensaba. Por fin podré convertir esta nación en la Alemania que siempre debió haber sido, una que estuviera cubierta de gloria.

Pero convertirme en el Canciller de Alemania fue solo el comienzo. Sabía que, si no tomaba rápidamente medidas para conservar el poder que tanto me había costado conseguir, corría el riesgo inminente de perderlo. Mi primera preocupación fue asegurar el gobierno del Partido. Para ello, no pudimos haber ideado una medida mejor que el incendio del Reichtag y la inculpación de los comunistas. Matábamos así dos pájaros de un tiro: decíamos adiós a la democracia, adiós a la República de Weigmar que nada bueno había traído a Alemania y dábamos comienzo al Tercer Reich (haciendo de nuestra esvástica su bandera) y nos deshacíamos de los comunistas y de cualquier opositor político, mandándolos a campos de concentración, el lugar que se merecen.

Pero el predominio absoluto del Partido Nazi solo hubiera servido a mis intereses si estaba conformado por aquellos en quienes pudiera confiar, si no, hubiera sido como atar un nudo  con una soga y meter la cabeza dentro voluntariamente. No podría haber confiado para ello en nadie mejor que en Himmler, que fue el verdadero artífice detrás de la Noche de los Cuchillos Largos, para eliminar a las SA y conceder todo su poder a las SS.

Una vez me hube asegurado el poder, volvimos nuestra atención a la limpieza interna de Alemania, si bien no con la intensidad que hubiera deseado. La inestimable y magistral labor propagandística de mi buen amigo, Goebbels, que siempre demostró ser uno de mis más valiosos seguidores, logró que el pueblo alemán viera por fin a los judíos como lo que eran, una plaga que necesitaba ser exterminada antes de que todos acabáramos infectados; las purgas sistemáticas de Himmler nos ayudaron a combatir la lacra social que suponen los judíos, los gitanos, los minusválidos los opositores políticos y los homosexuales; las leyes de Nuremberg fue el inicio del control sobre el problema judío; y nuestra intervención en la educación comenzó el renacimiento de una Alemania mejor, en la que gobernara la raza aria y todos los alemanes estuviéramos unidos.

Los Juegos Olímpicos de Berlín deberían haber sido prueba de la superioridad de la raza aria, pero ese sucio negro norteamericano frustró todos mis planes. ¡Ni siquiera debería haber estado permitido que participara! No entiendo qué tenían en la cabeza los Estados Unidos. Para mí hubiera sido una auténtica ignominia que me representara una raza inferior en la más prestigiosa competición deportiva internacional, sin importar cuántas medallas ganara. ¡Y desde luego que las ganó! Del mismo modo en que las hubiera ganado un caballo de haber competido en una prueba de velocidad.

La noche de los Cristales Rotos fue la prueba de cuán hondo había calado en la conciencia del pueblo alemán el problema judío, y es uno de los momentos en los que más orgulloso he estado de él. Ni siquiera nuestros más fervientes opositores, como el mentecato de Pío XII o el falaz escritorucho Thomas Mann podían ya sembrar la duda en nuestra población.

Pero mi mayor preocupación fue, en todo momento, la política exterior. Encomendé a Goering la labor de crear el ejército más potente de la historia (y él demostró tener más pericia en esto que la dirección de fuerzas aéreas) y me dispuse a hacer lo que todos mis antecesores deberían haber hecho antes que yo: recuperar todo aquello que nos fue arrebatado por el Tratado de Versalles y nos pertenecía por legítimo derecho, sin que nadie, ni la Sociedad de Naciones ni cualquier dirigente extranjero de tres al cuarto pudiera decir nada al respecto. Encontré en Mussolini a mi aliado natural y supe ver un camino común en nuestros intereses y los de Hirohito y sus ministros. Nunca fueron nuestros iguales, eso es cierto, pero eran, por el momento, unos servidores a la causa tan buenos como cualquier otro. No supusieron, en cualquier caso, una decepción tan grande como Franco. Poco le importó que sin nuestra ayuda hubiera sido incapaz de ganar la guerra y se lo hubieran comido vivo un puñado de guerrillas de pueblo sin ninguna formación militar, fue incapaz de enviarnos un mísero avión de guerra cuando llegó el momento, ese cobarde asqueroso.

El Anschluss fue mi primera acción, así como, con diferencia, la que mayor emoción me causó. No en vano llevaba soñando con ella toda la vida, desde que era tan solo un niño. A ella la siguieron los Sudetes y toda Checoeslovaquia, y sabía que no tardaría mucho en volverme también contra Polonia, sin importar los pactos que el ingenuo de Chamberlain me hiciera firmar para detenerme. Me sorprendió que se tomara en serio el montaje de la Conferencia de Munich, de haber ocurrido las cosas al contrario, yo le hubiera declarado la guerra para detenerlo, en lugar de perder el tiempo en tonterías democráticas.

Lo mismo cabe decir del pacto de No-agresión que firmé con Stalin: me avine a colaborar con soviéticos, sin importar cuánto se me revolviera el estómago, porque ello favorecía a mis intereses y porque la certeza de que no tardaría en verlo bajo mi control aplacaba mi conciencia. Polonia tenía que ser nuestra: era territorio alemán, al igual que Austria y Checoeslovaquia, y ello se confirmó por la rapidez con la que nos apoderamos de ella. El resto de los países conquistados no eran sino una cuestión de necesidad: la de extender el nazismo y la limpieza racial a nivel europeo. Era nuestro deber moral como representantes de la raza aria, y me llenaba de gozo y alegría la presteza con la que estábamos logrando todas las metas que nos fijábamos.

Sin embargo, ninguna conquista me reportó una mayor satisfacción personal que la conquista de París. Llevaba soñando con ella desde que me alisté en el ejército en 1914, y todos los años que tuve que esperar para verla realizada no hicieron sino hacer más grandioso en ese momento. Por teníamos Francia en nuestro poder, por fin podíamos pagarles todas las vejaciones del Tratado de Versalles. Pero no lo hicimos. Francia ahora era nuestra y nadie destroza lo que le pertenece, si es inteligente. Ocupamos la parte económicamente más rica y permitimos la instauración e un gobierno colaboracionista en la otra, dirigida por Petain.

En ese momento, deberíamos haber podido pactar con Gran Bretaña. Nunca me interesó combatir contra los ingleses, era la Europa continental lo que me interesaba, aquello que no pudimos obtener en la Primera Guerra Mundial. Si tan sólo Chamberlain no hubiera dimitido o Churchill hubiera aceptado, ahora mismo Europa estaría bajo el gobierno del Tercer Reich y podríamos seguir haciendo del mundo un lugar mejor. Pero nos forzaron a entrar en guerra con ellos, y fue entonces cuando todos los que tenía a mi servicio empezaron a cometer error tras error.

La batalla de Inglaterra fue una auténtica vergüenza. Todavía no consigo describir el alcance de la ineptitud de Goering y de toda la Luffwafe. Los resultados no hubieran sido peores aunque hubiera pilotado zeppelines en lugar de aviones. Y, por si fuera poco, al desequilibrado de Hess no se le ocurrió otra cosa que entregarse con un lazo de colores atado al cuello a los ingleses para, tengo que parar para soltar una carcajada al escribir esto, ¡pactar la paz!

Pero lo que me resulta más increíble es que había quien pretendía que los malos resultados obtenidos en Gran Bretañaran retrasaran la campaña rusa. ¿Para qué? ¿Para seguir aliados con los soviéticos, mientras ocupaban un territorio que debía ser enteramente nuestro y se consideraban nuestros iguales? Deberíamos haber iniciado la campaña rusa inmediatamente después de la invasión de Polonia, ya la había retrasado demasiado. Nadie puede culparme de eso, ni mucho menos de derrotas como la de Stalingrado o el fracaso del asedio de Leningrado. Era deber de los soldados, para conmigo y para con su patria, conquistar esas ciudades, el hecho de que no lo hayan hecho es prueba más que de sobra de que están mejor como están: muertos.

¿Por qué, en lugar de volverse contra mí, no vuelven la vista hacia los japoneses? Ellos tienen la culpa de, sin ir más lejos, el Desembarco de Normandía. Si no hubiera sido por su absoluto fracaso en Pearl Harbour, Estados Unidos no hubiera entrado en la guerra y, de haberlo hecho, habría sido con sus fuerzas militares muchísimo más mermadas. Y si fueran capaces de defender correctamente los peñascos de islas que tan denodadamente se empeñan  en conservar, los norteamericanos estarían demasiado ocupados en el Pacífico como para meter sus descomunales narizotas en  asuntos que no le atañen, como Europa. ¡Y Churchill y De Gaulle, los supuestos defensores de Europa, se lo permiten! Los reciben con los brazos abiertos. Por favor, pasa, estás en tu casa, Roosvelt, por favor, utiliza nuestros países como campos de batalla mientras en los tuyos ningún edifico sufre ni un arañazo. Rechazan nuestro gobierno como si fuera la peste, prefieren ver Europa convertida en la colonia de una potencia que ni siquiera pertenece al mismo continente. Porque eso es lo que pasará dentro de poco si las cosas siguen así, cualquiera diría que la Primera Guerra Mundial o la Depresión no fueron suficiente escarmiento para ellos.

Pero, no contentos con ellos, entablan una alianza con Stalin. ¡Con comunistas! La hipocresía de los Aliados no conoce límites. No sólo no han sabido reconocer la superioridad de la raza aria, sino que se han aliado con los soviéticos en nuestra contra, pese a que sus enemigos naturales son ellos y no nosotros. Llevan meses pactando nuestra derrota, como si no tuviera yo noticia de la Conferencia de Yalta, cuando ni siquiera había esperanzas de que se produjera, cuando incluso yo seguía creyendo que ganaríamos esta guerra.

Deposité todas mis esperanzas, cada una de ellas, en la capacidad de lucha y resistencia de mi pueblo, en el Cohete V2, en el Santo Grial que tan insistentemente ha intentado encontrar Himmler, en la nueva arma que no cesaban de prometer nuestros mejores técnicos y científicos, en que habría algo, lo que fuera, capaz de dar la vuelta a la guerra y granjearnos la victoria. Si cualquiera de ellos tuviera un mínimo de vergüenza o un ápice de orgullo se hubiera puesto una pistola en la boca y hubiera apretado el gatillo desde hace mucho tiempo. Esa clase de sentido del honor es lo único que les puedo reconocer a los japoneses.

Pero si creen que podrán repetir el Tratado de Versalles, están muy equivocados. Si bombardeos como el de Dresde no me indicaran que ya se están encargando por mí, saldría yo mismo de este búnker para asegurarme de ello. Me gustaría verlos intentar arrebatarnos territorios devastados o cobrar reparaciones de guerra a una población de cadáveres. No pienso entregarles una sola bala, y ojalá no quede en pie techo alguno bajo el que puedan refugiarse. No quisieron aceptar la supremacía alemana, y ahora tendrán que conformarse con sus cenizas.

Con las suyas y con las de todos esos traidores que decían servirla. Himmler, Speer, Goering y todos los demás renegados y desertores morirán, del mismo modo en que ya lo hicieron Stauffenberg y Rommel (que ni siquiera supo llevar a buen término lo único que parecía capaz de hacer, dirigir el Afrika Korps) tras el atentado en la Guarida del Lobo.

Si algo lamento ahora es no poder acabar de forma definitiva con el problema judío o el de los gitanos. La solución final empezó a aplicarse demasiado tarde. La guerra impidió que le dedicáramos toda la atención que se merecía, y sólo unos pocos campos de concentración, como Auschwitz o Treblinka, aplicaron las medidas de extermino con la dureza requerida.

Pero si los Aliados desean vivir en un mundo corrupto e infectado de judíos, seres inferiores e ineptos de la peor calaña, yo no voy a quedarme aquí para verlo. Antes de eso moriré, habiéndolo decidido y ejecutado yo. Gracias al noble sacrifico de mi querida perra, Blondi, he podido probar la eficacia del veneno que en breve ingeriremos mi esposa, Eva, y yo.

Estoy seguro de que mi matrimonio con Eva ha sorprendido a no pocos de los habitantes del búnker, empezando, sin ir más lejos, por la propia Eva, pero es ahora, en los últimos instantes de mi vida, cuando ya no debo nada a nadie Toda mi vida me he debido a mi patria y a mi causa, pero en vista de que ambas me han fallado, no hallo ya razones para guardarles fidelidad ni el primer puesto en mi corazón que hasta ahora les he reservado. Es la razón principal; la otra, no menos importante, es que se lo debía a Eva. Me ha acompañado durante todos estos largos años sin pedir nada a cambio, y ha sido, durante estos últimos meses, el único apoyo que he tenido y la única que me ha proporcionado un atisbo de alegría. Reconocerla como mi esposa era lo único que podía hacer para pagárselo.

Mi único consuelo en estos momentos es que, algún día, los jóvenes alemanes retomarán la labor del Tercer Reich, mi labor, dando a Alemania y a la raza aria el lugar que les corresponden, como líderes de Europa y del mundo; y lo único que lamento es no poder estar aquí para verlo. Todo cuanto puedo legarles es mi ejemplo y mis preceptos, recogidos en el Mein Kampf. En cuanto a este diario, me dispongo a quemarlo en cuanto termine de escribir estas líneas, pues me niego a ver su contenido expuesto, juzgado y mancillado por los ignorantes indignos que a partir de hoy gobernarán el mundo.

Hoy termina mi vida, pero sé que mi legado perdurará, y las generaciones posteriores tendrán presente mi lucha y tomarán ejemplo de ella.









martes, 21 de febrero de 2012

John Reed Entrevista a Lenin

Lenin, líder del partido bolchevique, se ha convertido tras la Toma del Palacio de Invierno en el máximo dirigente del Gobierno Ruso. He tenido el placer de poder entrevistarlo y de transmitir su punto de vista sobre todos los acontecimientos que están teniendo lugar ahora mismo en Rusia.

R: En primer lugar, me gustaría presentarle mis respetos por su ascenso al poder.

L: No es a mí a quien tiene que presentar sus respetos, sino al pueblo ruso y, especialmente, a los integrantes de los sóviets. Fueron ellos quienes asaltaron conmigo el Palacio de Invierno, quienes han dado vida a esta revolución.

R: ¿Cómo se sintió cuando le llegó la noticia de la revolución de febrero?

L: Siempre supe que esta revolución se produciría. La revolución de 1905 y sucesos como el del Acorazado Potemkin demostraban la profunda disconformidad del pueblo ruso con la situación de explotación a la que estaban sometidos. Solo era cuestión de tiempo, así que la noticia no hizo sino confirmarme algo que ya sabía de antemano y hacer que mi regreso a Rusia fuera más urgente. La idea de volver ha estado fija en mi cabeza desde que me desterraron a Siberia, y la revolución fue una señal de que había llegado el momento.

R: Me gustaría hacerle la misma pregunta que se estará haciendo en este momento todo el pueblo ruso, ¿qué va a pasar ahora? ¿Cumplirá su palabra de abandonar la guerra o se ocupará primero de resolver los problemas internos de Rusia?

L: Cumpliré con lo estipulado en las Tesis de Abril. Vamos a abandonar la Gran Guerra de inmediato. Es insostenible desde el punto de vista económico, social y moral. Rusia ni siquiera tendría por qué haber entrado en la guerra, sólo lo hizo atendiendo a los intereses de un tirano absolutista y egoísta como lo era Nicolás II, a quien solo preocupaban sus propias ambiciones territoriales en los Balcanes. En lo que a nosotros respecta ahora mismo, Austria-Hungría puede hacer con ellos lo que quiera. Ya hemos iniciado negociaciones con Alemania para firmar un tratado de paz.

En cuanto a los problemas internos, no han hecho más que empezar. En muchas zonas de Rusia ya se están produciendo motines de zaristas que exigen el regreso al poder de la familia real, apoyados por la Iglesia Ortodoxa y la burguesía, y de anarquistas seguidores de Bakunin, pero Trotsky se está ocupando de sofocarlos.

R:¿Y qué pasará con el zar?

L: Nicolás II es un dirigente corrupto, y como tal será ajusticiado. A lo largo de todo su reinado, él, al igual que su antecesor, no ha hecho más que violar la confianza del pueblo ruso y favorecer el atraso de Rusia.  La tardía liberación de los siervos, la incorporación a la Revolución Industrial durante su segunda etapa, la Guerra Ruso-Japonesa, lo acontecido durante el domingo sangriento, la creación de la Duma tras la revolución de 1905 para retirarle el poder casi de inmediato, la participación en la guerra… No hizo sino abusar de un poder que no merecía y rodearse de consejeros insidiosos, de los cuales Rasputín solo es el más destacado ejemplo.

R: ¿No le preocupan las acciones que pueda emprender la Triple Entente si abandona la guerra?

L: No tanto como los estragos que podría suponer para Rusia seguir en ella. Ahora mismo nuestras prioridades difieren: las mías son reconducir la política rusa y las de Gran Bretaña y Francia ganar la guerra. Cualquier repercusión que decidan emprender tendrá que esperar, y para entonces estaremos preparados.

R: Se rumorea que fueron los alemanes quienes lo ayudaron a abandonar el exilio. En caso de que eso sea cierto, ¿cómo podría afectar al tratado de paz?

L: No serán rumores lo que tenga en cuenta cuando negocie el tratado con Guillermo II y sus ministros. Puede preguntarle a mi mujer y a mis amistades cuánta influencia tienen las habladurías de la hora de la comida en mis ideas políticas. Llegué aquí a través de Alemania, del mismo modo en que hubiera atravesado Grecia si fuera otra la distribución geográfica. A la hora de pactar un acuerdo, lo único por lo que miraré serán los intereses de Rusia, no mi ruta de viaje.

R: Hasta ahora nos hemos centrado en lo relativo a la guerra, pero, ¿y en cuanto a la política interior? ¿En qué se diferenciará de la que había planteado el gobierno provisional?

L: El mayor problema de los mencheviques es su talante moderado e influenciable. Ellos planteaban que nos embarcásemos en una democracia que se consolidara a la par del capitalismo, que nos sentáramos a contemplar el desarrollo de los acontecimientos mientras los burgueses siguen ostentando el poder y casi la totalidad de la población sigue sometida a la explotación mientras miles de soldados continúan muriendo en la guerra como si fueran simple carne de cañón. Kerensky pretendía tener contentos a unos y a otros, burgueses y proletariaos, como si hacer que los primeros no se sientan amenazados pudiera provocar que aceptaran repartir migajas de su poder entre la población. Y ya ni hablemos de su actitud para con el resto de las potencias europeas, cómo hablar de enfadarlas a ellas, a sus ideologías capitalistas y sus afanes de ganar la guerra a cualquier precio. Mi opinión puede ser acogida con mayor o menor agrado, pero si quisiera mantener buenas relaciones con todo el mundo me hubiera hecho diplomático, no dirigente de un partido político. Para sonreír no saldría de casa, aquí de lo que se trata es de sacar a flote un país que se hundía mientras se estrechaban manos, se examinaban documentos y se observaba a la gente hacer cola en las calles por un mendrugo de pan. La revolución ya estaba en marcha, había que aprovecharla y cambiar las cosas. Ellos no estuvieron dispuestos y nosotros sí.

Mi intención es llevar a cabo los planes de Marx sobre una sociedad comunista hasta sus últimas consecuencias, hasta eliminar por completo el concepto de clase sociales. Vamos a cambiar Rusia, desde las grandes ciudades como San Petesburgo y Moscú hasta el último de sus confines.

R: Muchas gracias por responder a mis preguntas. Ha sido un verdadero honor para mí. Esperemos que, efectivamente, su espíritu y sus palabras lleguen a todos los rincones de Rusia y la revolución triunfe. 

miércoles, 26 de octubre de 2011

Comentario de una noticia

Otro trabajo, esta vez opcional, consistía en elaborar un comentario de una noticia de carácter socio-económico en la que se pudiera apreciar un enfrentamiento entre capitalistas y trabajadores y compararla con los estudiado en clase.

Esta es la noticia.


La junta directiva de la CEOE hizo una serie de propuestas para superar la crisis, entre las que se encontraba la reducción a 12 días de la indemnización por despido objetivo, lo cual ha suscitado, en general, rechazo por parte de políticos y sindicatos, que defienden que lo que hay que hacer es facilitar las contrataciones, no los despidos. Las propuestas han sido consideras como un retroceso a la situación de los obreros del siglo XIX más que como una solución real para acabar con la crisis.

En esta noticia se puede apreciar una clara lucha entre empresarios y obreros, intentando los primeros, amparados en la actual crisis económica que está haciendo que muchas empresas tengan dificultades económicas e incluso se hayan quedado en bancarrota, rebajar la indemnización que deben pagar a los segundos en caso de despido objetivo, algo muy frecuente en los últimos tiempos, tal como pueden testificar las altas tasas de despido española en comparación con las que había antes de la crisis. Esto perjudica a los trabajadores, que no solo ven más fácil la pérdida de su empleo en una época en la que resulta una ardua tarea conseguirlo, sino que perderían buena parte de la retribución que obtienen como compensación.

La disputa entre trabajadores y empresarios no es un hecho reciente, sino que se remonta a finales del s. XVIII, con el comienzo de la revolución industrial y de la sociedad capitalista y la progresiva desaparición de la sociedad estamental. Cada uno actúan velando por sus propios intereses y estos se contraponen: los empresarios, dueños de los medios de producción, necesitan a los trabajadores, pero intentan que ello les cueste la menor cantidad de dinero posible al tiempo que los hacen trabajar al máximo de su rendimiento; mientras que los trabajadores, que cobran un salario de los empresarios, quieren ganar un salario elevado trabajando lo menos que les sea posible.

Antiguamente, en el siglo XIX, los empresarios tenían derecho a despedir a los trabajadores de un día para otro si así lo consideraban conveniente, sin necesidad de justificaciones, así como también a imponerles las condiciones laborales que juzgase oportunas, y el trabajador no tenía derecho a exigir nada ni a protestar de ninguna manera. Los sindicatos estaban prohibidos, cualquier tipo de organización debía ser clandestina y se corría el riesgo de acabar en la cárcel, porque los Gobiernos no solo no concedían derechos a los trabajadores sino que apoyaban de modo abierto a los empresarios. Las manifestaciones, las huelgas y cualquier tipo de protesta eran también duramente reprimidas. En la actualidad, en cambio, hay leyes que defienden los derechos de los trabajadores, sindicatos que los representan y se reconoce el derecho a manifestarse y a declararse en huelga de las personas. Podemos acudir a las autoridades cuando se producen irregularidades o sentimos que se están violando nuestros derechos y las empresas están obligadas a responder por ello.

Pero eso no por ello podemos confiarnos.

La actual crisis económica está siendo aprovechada para provocar un retroceso en los derechos de los trabajadores. Se realizan recortes salariares, aumentos de las horas laborales, reducción de las vacaciones y despidos improcedentes. Lo peor es que, debido a la alta tasa de desempleo, en muchos casos se considera que, al menos, puede agradecerse el hecho de tener un trabajo. Pero hay que tener presente que no todas las compañías pueden escudarse en los problemas financieros que sufren. Telefónica, siendo la empresa española con mayor índice de beneficios y facturación, va a recortar 6000 empleos en España en tres años; Philips, a pesar de haber ganado 74 millones de euros en el último trimestre quiere despedir a 4500 empleados europeos como parte de un plan de ahorro de 800 millones anuales.

Como se menciona en la noticia, en muchos aspectos, estamos retrocediendo hasta lo que ocurría durante el siglo XIX, antes del movimiento obrero. Si no estudiamos el pasado, no sólo corremos el riesgo de repetirlo: estamos abocados a ello. La nueva generación contará con menos derechos que la anterior, y nada indica que las cosas vayan a mejorar en un futuro próximo, sino más bien al contrario.

Es importante que establezcamos comparaciones. Si nos encasillamos en el hecho de que estamos en el siglo XXI y hemos avanzado mucho en lo que al movimiento obrero respecta, no veremos lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. La actual crisis económica y las altas tasas de desempleo están siendo utilizadas como escudo para provocar una progresiva pérdida de derechos de los trabajadores.

En principio, podemos sacar una conclusión del artículo: mientras la tasa de desempleo en España siga superando el 20% no podremos hablar de que se ha superado de la crisis, y, desde luego, eso puede ocurrir de muchas maneras, pero no facilitando el incremento del número de despidos.

Diálogo entre un socialista y un anarquista

El nuevo tema trata sobre el movimiento obrero, y el nuevo trabajo de clase ha consistido en elaborar un diálogo en que pudieran verse reflejadas las diferentes ideologías y métodos de lucha contra el capitalismo que se extendieron entre la clase obrera. Este es el que ha elaborado mi grupo, apegándose más al estilo de una tertulia radiofónica que al de la interpretación teatral:

(Charlot está sentado en la barra de un bar, tomándose una copa. Bak y Karl entran y se sientan junto a él, discutiendo la planificación de una huelga. Interesado, se adhiere a la conversación. Robert, que espía para la policía, al oír retazos de la conversación, se une a ella, fungiendo ser un revolucionario).

Bak: … es imperativo hacer una huelga, lo que se está haciendo en esa fábrica es inaceptable.

Karl: Lo sé, pero después de las represalias que tomó la policía la última vez están todos aterrorizados. Nadie quiere acabar en la cárcel, y menos teniendo una familia que alimentar.

Bak: Alimentar… ¿con qué? ¿Con la calderilla que les pagan?

Karl: No es a mí a quien tienes que convencer, Bak.

Charlot: Disculpad, pero… ¿estáis hablando de la fábrica de armamento que hay a dos calles de aquí? ¿De verdad se está organizando una huelga?

Karl: ¿Huelga? ¿Hemos mencionado nosotros una huelga? ¿En qué podría interesarte a ti eso?

Robert: (para sí mismo) ¿Están hablando de una huelga? Esto puede resultar peligroso…

Charlot: Soy un obrero de la fábrica.

Bak: Si eres un obrero… Sí, estamos organizándola, pero de momento los obreros miembros del sindicato no se ponen de acuerdo.

Robert: No he podido evitar oíros hablar… Me llamo Robert, soy un obrero de la fábrica, un revolucionario, como vosotros. ¿Cuándo se supone que va a ser la huelga?

Bak: Aún no lo sabemos con certeza.

Karl: Si las cosas siguen así, la semana que viene, seguramente.

Robert: (para sí mismo) Tendré que informar de esto… (para los demás) Ya… ¿y no os parece un método demasiado… radical?

Bak: ¿Radical?

Robert: Sí, radical. Podría poner en peligro la producción.

Karl: Pero dejemos las cosas claras, chico, ¿tú apoyas o no apoyas la revolución?

Robert: No, no, si yo apoyo la revolución, por supuesto que sí. Lo que no entiendo es por qué tenemos que hacer huelgas y manifestaciones. Me parece demasiado extremista.

Charlot: ¿Demasiado extremista? ¿Y trabajar diez horas al día todos los días no te parece extremista? ¿O que tus hijos también tengan que hacerlo aunque no levanten tres palmos del suelo? ¿Saber que si mañana caes enfermo no tendrás dinero ni para comprarte un mendrugo de pan, eso es normal?

Karl: (a Charlot) Tranquilo, muchacho. (A Robert) ¿Y qué pretendes? ¿Llamar educadamente a la puerta del dueño de tu fábrica y pedirle, por favor y con su permiso, que permita que sea propiedad de todos y se convierta él también en uno más entre los obreros?

Bak: No lo descartes tan pronto, a lo mejor funciona. Siempre que al hombre le de tal ataque de risa que caiga muerto, claro está.

Charlot: Yo no acabo de entenderlo bien. ¿Por qué vivimos en esta clase de sociedad? ¿Quién decidió exactamente que el dinero te diera poder sobre la vida de la gente?

Robert: Eso no importa.

Karl: ¿Ah, no? A mí sí que me parece muy importante. Denota deseos de aprender.

Robert: (para sí mismo) Sí, eso, eduquemos a los obreros. Seguro que eso los hará más dóciles.

Bak: Lo que yo digo, hay que extender la educación. Si la mayor parte de la población sigue siendo analfabeta, con o sin revolución, no llegaremos a ninguna parte.

Charlot: Estoy de acuerdo con eso. Por mis hijos, principalmente. Me gustaría que pudieran tener una vida mejor de la que yo estoy teniendo.

Bak: Exacto. Y no hablo de extender esta educación que tenemos ahora, no, eso no serviría de nada.

Karl: A ver, Bak, no empieces, que nos conocemos.

Bak: ¿Que no empiece? Incluso el sistema educativo es retrógrado. Sólo pueden acceder los hijos de los ricos, y las mujeres, en ocasiones, ni eso. Sólo les imparten nociones básicas de escritura, cálculo y aquello que se considera apropiado para ellas, como costura, música, religión… Así sólo se imparte la incultura de manera encubierta. Debería haber igualdad en la educación, tanto entre clases, como entre sexos.

Robert: ¿Educar a las mujeres? ¿Pero qué disparate es… Oh, sí, por supuesto, completamente de acuerdo.

Karl: Sí, sí, démosles poder a las mujeres y eduquémoslas, estoy de acuerdo. ¿Pero tú de verdad  crees que ahora mismo están preparadas para ello?

Robert: (tose) NO (tose).

Charlot: No sé… realmente, mi mujer es muy inteligente. Y mi hija también es bastante espabilada…

Bak: Si seguimos relegándolas al papel de esposas, madres y nada más, desde luego, no lo estarán nunca, aunque tengan tantas capacidades como los hombres. Y seguiremos haciéndolo, hasta que no empecemos a considerarlas como nuestras iguales, cosas que no ocurrirá tan y como estamos, y menos si chicos y chicas siguen estudiando por separado.

Karl: Exageraciones. En lo que a mí respecta, la igualdad de la mujer, por muy ideal que sea, no es ni mucho menos un asunto prioritario. Pero bueno, hijo, iba a desvelarte los misterios de la sociedad en la que vives. Verás, nuestra sociedad está marcada por la lucha de clases.

Bak: Esta lucha siempre ha existido, incluso antes del capitalismo. Siempre ha habido unos que mandan y otros que obedecen, y estos últimos siempre han sentido un profundo descontento por ello.

Karl: Centrándonos solo en la sociedad capitalista, esta lucha empezó a principios del siglo pasado, cuando los obreros, descontentos por su situación y sin saber a quién echarle la culpa, se volvieron contra las máquinas.

Charlot: Tiene mucho sentido. Si no hay máquinas, no pueden hacernos trabajar a ese ritmo…

Robert: Sí, ¡rompamos máquinas! (Para sí mismo) Oh, no. Esto dará lugar a muchos problemas.

Bak: En realidad no dio resultado. La sociedad no cambia con eso. Siempre se puede crear una máquina nueva.

Robert: Menos mal…

Karl: Luego hubo un movimiento político a favor del sufragio universal, el cartismo, pero no tuvo éxito. Es una auténtica vergüenza…

Charlot: Ya va siendo hora… Vale la pena luchar por eso…

Robert: (para sí mismo) Bueno, en esto no puedo negar que tengan razón… (para los demás) Es nuestro legítimo derecho.

Bak: Como si sirviera para algo… Luego surgió el socialismo utópico, compuesto por corrientes de pensamiento tan idealistas que era verdaderamente imposible llevarlas a la práctica.

Karl: Y entonces aparecieron las vigentes hoy en día: el socialismo y el anarquismo. Buscan ambas lo mismo: una revolución social, con la que derrocar a los que están ahora mismo en el poder.

Bak: Tenemos que acabar con todas las formas de dominación de la sociedad actual: el Estado, la colonización, la religión, el matrimonio…

Charlot: ¿La religión y el matrimonio?

Robert: (para sí mismo) No, si es que aparte de peligrosos, ¡sacrílegos!  (para los demás) Oh, sí, por supuesto, apoyo completamente la moción.

Bak: El matrimonio tiene que desaparecer. Mientras las personas sigan manteniéndose unidas por obligación no podremos hablar de libertad, de respeto ni mucho menos de amor.

Karl: A mí, personalmente, me resulta incomprensible por qué tengo que pedirle permiso a un seri imaginario para acostarme con mi mujer, pero no acabo de entender qué tienes en contra del matrimonio civil, Bak.

Charlot: ¿Imaginario? ¡Virgen santísima!

Karl: ¿Lo ves? Con tantas beaterías no vamos a ninguna parte.

Charlot: ¿Rechazas la existencia de Dios?

Karl: Sí.

Bak: Mientras siga habiendo gente autorizada a decirnos en qué creer jamás podremos hablar de auténtica libertad. Y respondiendo a tu pregunta, Karl, me remito a lo que ya dije antes: las ataduras no son sinónimo de respeto ni mucho menos de amor, sino todo lo contrario.

Karl: Tan exagerado como siempre. En fin, una vez derrocado el gobierno actual, el plan es instaurar una dictadura del proletariado, es decir, nosotros, para organizar la sociedad durante un tiempo (diez, cincuenta años, los que sean) antes de destruir definitivamente el Estado y establecernos en comunidades voluntarias de personas que…

Bak: ¿Plan? ¡No es ningún plan! Nosotros no pensamos tolerar esto. ¿Pretendes librarme de una dictadura para meterme en otra? ¿En qué nos beneficia eso?

Karl: ¡No beneficia en que la dictadura la instauraremos nosotros, gente con tu misma ideología, con tus mismos objetivos!

Bak: Gente que tendrá poder para decirme cómo debo actuar, Karl, y eso no estoy dispuesto a tolerarlo, venga de donde venga. No soy tan hipócrita.

Charlot: ¿Pero qué tiene de malo? Será gente como nosotros, con nuestras mismas ideas, que actuará en nuestro beneficio. ¿Por qué será hipócrita?

Karl: ¿Hipócrita? No es hipócrita. (a Bak) ¡Obtuso, eso es lo que eres! Imagina que seguimos tus planes. ¿Realmente piensas que será tan fácil? ¿Qué la gente podrá organizarse de manera natural e instintiva? Cundirá el pánico, y necesitaremos una guía, aunque sea al principio.

Bak: Siempre habrá excusas para mantener el Estado, ¿es que no lo entiendes? Si no acabamos con él y todas las formas de dominación de inmediato volveremos a ser presa de ellas.

Charlot: Ah, claro…

Robert: Exacto, tenemos que destruir el Estado, ¡acabemos con todos ellos! (golpe en la mesa)

Karl: Di lo que quieras. Mi ideología está más extendida, de cualquier manera.

Bak: Aquí. Pregunta en España o en Italia, a ver qué te responden.

Karl: Me encantaría, Bak, te aseguro que sí, pero, ¿acaso han empezado siguiera a construir vías de ferrocarril para que pueda llegar allí? Tu ideología está más extendida allí donde hay mayor cantidad de analfabetos, ¿qué te dice eso?

Charlot: Sí, por supuesto…

Bak: Que la tuya tiene más posibilidades de estar influida por el capitalismo.

Charlot: Bueno… ¡Bueno, ya está bien! Tranquilizaos. Ya discutiremos ese punto en concreto más adelante.

Karl: Sí… tienes razón. Muy bien, en lo que los dos estamos de acuerdo es en que los medios de producción tiene que ser públicos.

Bak: Deberían serlo todos los bienes. Desde el momento en que exista el concepto de propiedad privada miraremos solo en nuestro por nuestro propio bienestar.

Karl: ¿Cómo lograr eso? Uniéndonos. Una ciudad de obreros rebelados no va a cambiar nada. Pero dos, todo un país, el mundo entero… Mirad lo que está ocurriendo en Rusia ahora mismo. Con ese fin se crearon las Internacionales Obreras, con el de unir a los Pueblos. La Primera a lo mejor hubiera tenido éxito, si no hubiera sido por los anarquistas…

Bak: ¿Por nosotros? Sandeces.

Karl: La Primera Internacional fracasó por vuestra culpa.

Charlot: ¿Es tan necesario echarle la culpa a alguien?

Bak: ¿Nuestra? No veo por qué tenemos que asumir la responsabilidad de que para vosotros luchar contra el capitalismo sea darles la mano, sonreír alegremente y poco menos que lamerles los zapatos.

Robert: (para sí mismo) Me pregunto si realmente tendré que informas… Ya se están asesinando ellos solos.

Karl: Lo distorsionas. No se puede desencadenar una revolución social de la noche a la mañana, antes tenemos que extender nuestra influencia, hacernos oír, y si para ello tiene que haber elecciones, ¡bienvenidas sean!

Bak: Eso no nos hace mejores que ellos, nos estamos adhiriendo a un sistema en el que unos tienen poder sobre todos y eso no solo se tolera, ¡sino que se incentiva bajo la idea de que nos permiten elegir! ¿Y qué hay de la segunda Internacional? ¿La culpa de su fracaso es también nuestra?

Karl: No, pero tampoco es nuestra culpa que de repente estallara una guerra. ¿O sí?

Robert: Bueno, el asesino del conde era un revolucionario serbio…

Bak: La intención fue buena.

Karl: Oh, claro, la intención. Quiero matar a mi suegra para que deje de amargarme la vida; la intención es buena. Verás lo feliz que se pone mi mujer cuando se lo cuente.

Bak: No seas cínico. Vosotros también admitís que la revolución va a ser muchas cosas, pero pacífica, no. ¿Cuál es la diferencia entre acabar con aquellos que están en el poder ahora o hacerlo después? Al menos ahora sirve para enviar un mensaje.

Charlot: ¿De violencia?

Bak: De rebelión.

Robert: Violenta.

Karl: Bueno, chicos, decidme, una vez oído todo esto, ¿quién de vosotros estaría interesado en afiliarse al Partido Socialista y votarnos en cuanto sea posible?

Bak: No le hagáis caso. Absteneos. No pretendáis ser como ellos, sólo os estaríais engañando, no mantengáis su juego en marcha.

Charlot: Yo estoy realmente interesado en el Partido Socialista.

Bak: (bufa)

Robert: Y yo. En todo eso. En rebelarme. Muy interesado. De hecho, creo que voy a ponerme a ello ahora mismo. Si me disculpáis… ya hablaremos más tarde. (Para sí mismo) Tengo que notificar a la policía de todo esto.

Bak: Sí, aquí queda tema para rato…