domingo, 29 de abril de 2012

El último capítulo del diario de Hitler


La película alemana "El hundimiento", ha sido el punto de partida del tema de la Segunda Guerra Mundial. Hemos visto la película en clase y, basándonos en ella, hemos tenido que elaborar el que podría haber sido el último capítulo del supuesto diario de Hitler, incluyendo una serie de términos.



30 de abril de 1945

Me llamo Adolf Hitler. Nací en Braunau am Inn el 20 de abril de 1889, y hoy me dispongo a morir en Berlín, capital del Imperio Alemán, y último bastión de resistencia contra el enemigo. Los comunistas están tomando la ciudad y los bombardeos occidentales sacuden las paredes del búnker. Es sólo cuestión de tiempo que irrumpan aquí, pero si algo puedo garantizar es que no me encontrarán para recibirlos. Para entonces, ya habré muerto, y he dado orden de que incineren mi cuerpo hasta no dejar rastro de él. Yo no tendré el mismo destino que Mussolini, colgado de una gasolinera después de una huída desesperada y de la instauración de la República de Saló, humillado, mancillado por el enemigo. He sido Canciller de Alemania, líder de un Imperio, el Tercer Reich, y si de algo me enorgullezco es de haber defendido los intereses de mi nación y de la raza aria hasta el último cartucho, sin vacilar, sin capitular, sin ceder nunca ante el enemigo. Así moriré y así se me recordará.

He dedicado prácticamente cada minuto de mi vida a luchar por el pueblo alemán, desde que, en 1914, me alisté en el ejército austríaco para defender los intereses de mi nación. Nací en Austria y soy alemán, pues de todos es sabido que ambos estados son uno, aunque en ese momento las fronteras atestiguaran lo contrario; y ya entonces sabía, en lo más profundo de mi corazón, que viviría para ver el día en que ambas naciones estuvieran políticamente unidas. Serví fiel y valerosamente, luchando hasta el último aliento y dando gracias todas las noches por la oportunidad de luchar que me había sido concedida. Nada consiguió amilanarme, ni los lamentos de mis compatriotas, ni la dureza de la vida en las trincheras, ni el disparo que recibí en la pierna, ni los gases tóxicos que inhalé. Sólo los periodos que tuve que pasar en la enfermería, completamente impotente, conseguían llevarme al borde de la desesperación. No temía a la muerte ni al enemigo, mi único miedo, lo único que no me dejaba dormir tranquilo por las noches, era la certeza que, al luchar en el frente, estábamos dando la espalda a nuestro mayor enemigo, al que habíamos dejado viviendo en nuestras calles, conviviendo con nuestras mujeres y nuestros hijos, e interfiriendo en nuestra política. Sabía que si no ganábamos pronto la guerra, ellos, judíos, gitanos, comunistas, se las arreglarían para que acabásemos derrotados. Lo sabía, pero ello no suavizó ni un ápice de lo que sentí cuando me enteré de que íbamos a firmar un armisticio. Estábamos a punto de ganar la guerra, podíamos tocar la victoria con sólo extender la mano y, aún así, nos vimos forzados a rendirnos.

Y nadie hizo nada para impedirlo.

Guillermo II abdicó, se instauró la República de Weigmar en Alemania. ¡Una maldita República! Una democracia. No sólo no estábamos haciendo nada en contra de los culpables de que perdiéramos la guerra sino que, además, les permitíamos participar en el Gobierno.

El Tratado de Versalles fue la mayor afrenta que jamás ha tenido que sufrir Alemania, una burla vengativa elaborada por los despreciables enemigos de nuestro país, cargados de envidia y deseos de arrebatarnos y repartirse el poder que tantos nos había costado conseguir. Pero aún más viles que aquellos que elaboraron el Tratado fueron aquellos traidores que lo firmaron. Yo me hubiera pegado un tiro en la sien si hubiera recaído en mí semejante deber, o le hubiera hecho tragar el papel a quien me hubiera puesto delante tamaña infamia; cualquier cosa, menos ser responsable de la vergüenza que recayó sobre Alemania.

Nunca, jamás, he experimentado una sensación semejante a la que se adueñó de mí en ese momento. Estuve a punto de perder la fe en todo, me hallaba completamente cegado por la rabia. Pero, aún así, no permití que el odio que sentía fuera un impedimento en mi lucha; sino justo lo contrario: lo convertí en mi fuerza. Me negué a rendirme. Mi objetivo era seguir luchando, y con eso en mente me trasladé a Munich, en busca de mi regimiento, sólo para encontrarme con que había caído en manos de una panda de socialistas. Ante tal visión, no pude sino marcharme.

Durante un tiempo, vagué de un lado para otro, sin tener claro cómo proseguir mi camino. Trabajé en una cárcel de prisioneros de guerra y realicé algunos trabajos para el ejército; pero no sería hasta un tiempo después cuando pude tomar parte activa por primera vez con el problema judío.

En cuanto a la política, me involucré en el Partido Obrero Alemán, y en él encontré por fin la respuesta. La respuesta a mis inquietudes, la respuesta a los problemas de Alemania. Conocí a personas que de verdad entendían lo que estaba ocurriendo, que compartían mi visión y mi punto de vista. Pude escalar puestos con rapidez, y no pasó mucho tiempo antes de que el Partido Obrero Alemán se convirtiera en el Partido Nacionalsocialista que hoy todos conocemos. Por fin estaba emprendiendo acciones reales a favor de Alemania, por fin estaba en posición de jugar el papel que siempre había soñado por mi nación. Lo único que necesitaba era acceder al poder.

Cuando, en 1923, se produjeron conflictos entre Francia y Alemania por el pago de las reparaciones de guerra, creímos que había llegado el momento. El pueblo nos necesitaba y nosotros estábamos preparados. Planeamos cuidadosamente el Putsch de Múnich e intentamos dar un golpe de Estado.

Como todo el mundo sabe, fracasamos.

Fui juzgado y condenado por querer lo mejor para mi país, pero no tuve miedo en ningún momento. Sabía entonces, tal y como lo sé hoy, que la historia nos acabaría dando la razón.

Mi mayor preocupación fue la condena. Tuve que pasar nueve meses en la cárcel. Nueve meses alejado de la gente y de las calles, incapacitado para luchar por mi causa. ¿Cómo podría defender a Alemania de las plagas que la infectaban durante ese tiempo?, me preguntaba. ¿Qué clase de persona sería si me quedaba con los brazos cruzados? Fue entonces cuando decidí que mi estancia en la cárcel no pasaría en vano. Tomé la determinación de plasmar mi lucha por Alemania en un libro, de hablar sobre la superioridad de la raza aria y sobre mis temores de que se viera corrompida por las demás razas inferiores, de modo que pudiera hacer llegar mis palabras a todo el pueblo alemán. No fue tarea fácil, pero cuando abandoné la prisión, lo hice con el manuscrito de mi libro debajo del brazo y la esperanza de que no hubiera de transcurrir mucho tiempo antes de que cada hogar contara con un ejemplar como guía. De acuerdo con su contenido, lo titulé Mein Kampf. Mi lucha.

Durante los años que siguieron, el Partido Nazi tuvo que hacer frentes a múltiples dificultades para poder seguir en pie. Fue presa de las dudas y el desprestigio, y prueba de ello fueron los resultados de las sucesivas elecciones. Pero no era esa mi mayor preocupación. Sabía que las dificultades del partido serían solo temporales, era la actitud del pueblo alemán lo que realmente me atormentaba. La recuperación económica y el tiempo que había transcurrido desde el final de la guerra provocaron que la gente empezara a olvidar. Olvidar la derrota, la humillación, las vejaciones a las que seguíamos estando sometidos. Como si no hubiera pasado nada. Como si no hubiéramos sido cruelmente pisoteados. Si en algún momento he tenido miedo o he sido presa del desaliento, fue ese.

La gran depresión económica fue, irónicamente, nuestra salvación y la de la Alemania que hoy conocemos. El hambre, el paro y la desesperación asolaron al pueblo y le recordaron que eran meros peones en manos de las potencias occidentales y que lo seguirían siendo, a menos que se impusieran sobre ellos y les hicieran ver su supremacía. El presidente Hidenburg fue incapaz de remediar la mala situación económica y el hambre y la desesperación se adueñó del pueblo. El Partido hervía de excitación, todos sabíamos que, por fin, había llegado nuestro momento. Si no era ahora, nos repetíamos, no sería nunca, y esta última no era en lo absoluto una opción. Todas nuestras esperanzas estaban depositadas en las elecciones del 33, todos los planes que elaboramos referidos a fechas posteriores los hacíamos bajo el supuesto de que ya estaríamos en el poder.

La noche anterior a las elecciones fui incapaz de dormir. No era el miedo al fracaso lo que me desvelaba, algo dentro de mí sabía lo que iba a ganar. Era la emoción que me producía ver cumplido el sueño de toda una vida lo que me impedía conciliar el sueño. Por fin, pensaba. Por fin podré convertir esta nación en la Alemania que siempre debió haber sido, una que estuviera cubierta de gloria.

Pero convertirme en el Canciller de Alemania fue solo el comienzo. Sabía que, si no tomaba rápidamente medidas para conservar el poder que tanto me había costado conseguir, corría el riesgo inminente de perderlo. Mi primera preocupación fue asegurar el gobierno del Partido. Para ello, no pudimos haber ideado una medida mejor que el incendio del Reichtag y la inculpación de los comunistas. Matábamos así dos pájaros de un tiro: decíamos adiós a la democracia, adiós a la República de Weigmar que nada bueno había traído a Alemania y dábamos comienzo al Tercer Reich (haciendo de nuestra esvástica su bandera) y nos deshacíamos de los comunistas y de cualquier opositor político, mandándolos a campos de concentración, el lugar que se merecen.

Pero el predominio absoluto del Partido Nazi solo hubiera servido a mis intereses si estaba conformado por aquellos en quienes pudiera confiar, si no, hubiera sido como atar un nudo  con una soga y meter la cabeza dentro voluntariamente. No podría haber confiado para ello en nadie mejor que en Himmler, que fue el verdadero artífice detrás de la Noche de los Cuchillos Largos, para eliminar a las SA y conceder todo su poder a las SS.

Una vez me hube asegurado el poder, volvimos nuestra atención a la limpieza interna de Alemania, si bien no con la intensidad que hubiera deseado. La inestimable y magistral labor propagandística de mi buen amigo, Goebbels, que siempre demostró ser uno de mis más valiosos seguidores, logró que el pueblo alemán viera por fin a los judíos como lo que eran, una plaga que necesitaba ser exterminada antes de que todos acabáramos infectados; las purgas sistemáticas de Himmler nos ayudaron a combatir la lacra social que suponen los judíos, los gitanos, los minusválidos los opositores políticos y los homosexuales; las leyes de Nuremberg fue el inicio del control sobre el problema judío; y nuestra intervención en la educación comenzó el renacimiento de una Alemania mejor, en la que gobernara la raza aria y todos los alemanes estuviéramos unidos.

Los Juegos Olímpicos de Berlín deberían haber sido prueba de la superioridad de la raza aria, pero ese sucio negro norteamericano frustró todos mis planes. ¡Ni siquiera debería haber estado permitido que participara! No entiendo qué tenían en la cabeza los Estados Unidos. Para mí hubiera sido una auténtica ignominia que me representara una raza inferior en la más prestigiosa competición deportiva internacional, sin importar cuántas medallas ganara. ¡Y desde luego que las ganó! Del mismo modo en que las hubiera ganado un caballo de haber competido en una prueba de velocidad.

La noche de los Cristales Rotos fue la prueba de cuán hondo había calado en la conciencia del pueblo alemán el problema judío, y es uno de los momentos en los que más orgulloso he estado de él. Ni siquiera nuestros más fervientes opositores, como el mentecato de Pío XII o el falaz escritorucho Thomas Mann podían ya sembrar la duda en nuestra población.

Pero mi mayor preocupación fue, en todo momento, la política exterior. Encomendé a Goering la labor de crear el ejército más potente de la historia (y él demostró tener más pericia en esto que la dirección de fuerzas aéreas) y me dispuse a hacer lo que todos mis antecesores deberían haber hecho antes que yo: recuperar todo aquello que nos fue arrebatado por el Tratado de Versalles y nos pertenecía por legítimo derecho, sin que nadie, ni la Sociedad de Naciones ni cualquier dirigente extranjero de tres al cuarto pudiera decir nada al respecto. Encontré en Mussolini a mi aliado natural y supe ver un camino común en nuestros intereses y los de Hirohito y sus ministros. Nunca fueron nuestros iguales, eso es cierto, pero eran, por el momento, unos servidores a la causa tan buenos como cualquier otro. No supusieron, en cualquier caso, una decepción tan grande como Franco. Poco le importó que sin nuestra ayuda hubiera sido incapaz de ganar la guerra y se lo hubieran comido vivo un puñado de guerrillas de pueblo sin ninguna formación militar, fue incapaz de enviarnos un mísero avión de guerra cuando llegó el momento, ese cobarde asqueroso.

El Anschluss fue mi primera acción, así como, con diferencia, la que mayor emoción me causó. No en vano llevaba soñando con ella toda la vida, desde que era tan solo un niño. A ella la siguieron los Sudetes y toda Checoeslovaquia, y sabía que no tardaría mucho en volverme también contra Polonia, sin importar los pactos que el ingenuo de Chamberlain me hiciera firmar para detenerme. Me sorprendió que se tomara en serio el montaje de la Conferencia de Munich, de haber ocurrido las cosas al contrario, yo le hubiera declarado la guerra para detenerlo, en lugar de perder el tiempo en tonterías democráticas.

Lo mismo cabe decir del pacto de No-agresión que firmé con Stalin: me avine a colaborar con soviéticos, sin importar cuánto se me revolviera el estómago, porque ello favorecía a mis intereses y porque la certeza de que no tardaría en verlo bajo mi control aplacaba mi conciencia. Polonia tenía que ser nuestra: era territorio alemán, al igual que Austria y Checoeslovaquia, y ello se confirmó por la rapidez con la que nos apoderamos de ella. El resto de los países conquistados no eran sino una cuestión de necesidad: la de extender el nazismo y la limpieza racial a nivel europeo. Era nuestro deber moral como representantes de la raza aria, y me llenaba de gozo y alegría la presteza con la que estábamos logrando todas las metas que nos fijábamos.

Sin embargo, ninguna conquista me reportó una mayor satisfacción personal que la conquista de París. Llevaba soñando con ella desde que me alisté en el ejército en 1914, y todos los años que tuve que esperar para verla realizada no hicieron sino hacer más grandioso en ese momento. Por teníamos Francia en nuestro poder, por fin podíamos pagarles todas las vejaciones del Tratado de Versalles. Pero no lo hicimos. Francia ahora era nuestra y nadie destroza lo que le pertenece, si es inteligente. Ocupamos la parte económicamente más rica y permitimos la instauración e un gobierno colaboracionista en la otra, dirigida por Petain.

En ese momento, deberíamos haber podido pactar con Gran Bretaña. Nunca me interesó combatir contra los ingleses, era la Europa continental lo que me interesaba, aquello que no pudimos obtener en la Primera Guerra Mundial. Si tan sólo Chamberlain no hubiera dimitido o Churchill hubiera aceptado, ahora mismo Europa estaría bajo el gobierno del Tercer Reich y podríamos seguir haciendo del mundo un lugar mejor. Pero nos forzaron a entrar en guerra con ellos, y fue entonces cuando todos los que tenía a mi servicio empezaron a cometer error tras error.

La batalla de Inglaterra fue una auténtica vergüenza. Todavía no consigo describir el alcance de la ineptitud de Goering y de toda la Luffwafe. Los resultados no hubieran sido peores aunque hubiera pilotado zeppelines en lugar de aviones. Y, por si fuera poco, al desequilibrado de Hess no se le ocurrió otra cosa que entregarse con un lazo de colores atado al cuello a los ingleses para, tengo que parar para soltar una carcajada al escribir esto, ¡pactar la paz!

Pero lo que me resulta más increíble es que había quien pretendía que los malos resultados obtenidos en Gran Bretañaran retrasaran la campaña rusa. ¿Para qué? ¿Para seguir aliados con los soviéticos, mientras ocupaban un territorio que debía ser enteramente nuestro y se consideraban nuestros iguales? Deberíamos haber iniciado la campaña rusa inmediatamente después de la invasión de Polonia, ya la había retrasado demasiado. Nadie puede culparme de eso, ni mucho menos de derrotas como la de Stalingrado o el fracaso del asedio de Leningrado. Era deber de los soldados, para conmigo y para con su patria, conquistar esas ciudades, el hecho de que no lo hayan hecho es prueba más que de sobra de que están mejor como están: muertos.

¿Por qué, en lugar de volverse contra mí, no vuelven la vista hacia los japoneses? Ellos tienen la culpa de, sin ir más lejos, el Desembarco de Normandía. Si no hubiera sido por su absoluto fracaso en Pearl Harbour, Estados Unidos no hubiera entrado en la guerra y, de haberlo hecho, habría sido con sus fuerzas militares muchísimo más mermadas. Y si fueran capaces de defender correctamente los peñascos de islas que tan denodadamente se empeñan  en conservar, los norteamericanos estarían demasiado ocupados en el Pacífico como para meter sus descomunales narizotas en  asuntos que no le atañen, como Europa. ¡Y Churchill y De Gaulle, los supuestos defensores de Europa, se lo permiten! Los reciben con los brazos abiertos. Por favor, pasa, estás en tu casa, Roosvelt, por favor, utiliza nuestros países como campos de batalla mientras en los tuyos ningún edifico sufre ni un arañazo. Rechazan nuestro gobierno como si fuera la peste, prefieren ver Europa convertida en la colonia de una potencia que ni siquiera pertenece al mismo continente. Porque eso es lo que pasará dentro de poco si las cosas siguen así, cualquiera diría que la Primera Guerra Mundial o la Depresión no fueron suficiente escarmiento para ellos.

Pero, no contentos con ellos, entablan una alianza con Stalin. ¡Con comunistas! La hipocresía de los Aliados no conoce límites. No sólo no han sabido reconocer la superioridad de la raza aria, sino que se han aliado con los soviéticos en nuestra contra, pese a que sus enemigos naturales son ellos y no nosotros. Llevan meses pactando nuestra derrota, como si no tuviera yo noticia de la Conferencia de Yalta, cuando ni siquiera había esperanzas de que se produjera, cuando incluso yo seguía creyendo que ganaríamos esta guerra.

Deposité todas mis esperanzas, cada una de ellas, en la capacidad de lucha y resistencia de mi pueblo, en el Cohete V2, en el Santo Grial que tan insistentemente ha intentado encontrar Himmler, en la nueva arma que no cesaban de prometer nuestros mejores técnicos y científicos, en que habría algo, lo que fuera, capaz de dar la vuelta a la guerra y granjearnos la victoria. Si cualquiera de ellos tuviera un mínimo de vergüenza o un ápice de orgullo se hubiera puesto una pistola en la boca y hubiera apretado el gatillo desde hace mucho tiempo. Esa clase de sentido del honor es lo único que les puedo reconocer a los japoneses.

Pero si creen que podrán repetir el Tratado de Versalles, están muy equivocados. Si bombardeos como el de Dresde no me indicaran que ya se están encargando por mí, saldría yo mismo de este búnker para asegurarme de ello. Me gustaría verlos intentar arrebatarnos territorios devastados o cobrar reparaciones de guerra a una población de cadáveres. No pienso entregarles una sola bala, y ojalá no quede en pie techo alguno bajo el que puedan refugiarse. No quisieron aceptar la supremacía alemana, y ahora tendrán que conformarse con sus cenizas.

Con las suyas y con las de todos esos traidores que decían servirla. Himmler, Speer, Goering y todos los demás renegados y desertores morirán, del mismo modo en que ya lo hicieron Stauffenberg y Rommel (que ni siquiera supo llevar a buen término lo único que parecía capaz de hacer, dirigir el Afrika Korps) tras el atentado en la Guarida del Lobo.

Si algo lamento ahora es no poder acabar de forma definitiva con el problema judío o el de los gitanos. La solución final empezó a aplicarse demasiado tarde. La guerra impidió que le dedicáramos toda la atención que se merecía, y sólo unos pocos campos de concentración, como Auschwitz o Treblinka, aplicaron las medidas de extermino con la dureza requerida.

Pero si los Aliados desean vivir en un mundo corrupto e infectado de judíos, seres inferiores e ineptos de la peor calaña, yo no voy a quedarme aquí para verlo. Antes de eso moriré, habiéndolo decidido y ejecutado yo. Gracias al noble sacrifico de mi querida perra, Blondi, he podido probar la eficacia del veneno que en breve ingeriremos mi esposa, Eva, y yo.

Estoy seguro de que mi matrimonio con Eva ha sorprendido a no pocos de los habitantes del búnker, empezando, sin ir más lejos, por la propia Eva, pero es ahora, en los últimos instantes de mi vida, cuando ya no debo nada a nadie Toda mi vida me he debido a mi patria y a mi causa, pero en vista de que ambas me han fallado, no hallo ya razones para guardarles fidelidad ni el primer puesto en mi corazón que hasta ahora les he reservado. Es la razón principal; la otra, no menos importante, es que se lo debía a Eva. Me ha acompañado durante todos estos largos años sin pedir nada a cambio, y ha sido, durante estos últimos meses, el único apoyo que he tenido y la única que me ha proporcionado un atisbo de alegría. Reconocerla como mi esposa era lo único que podía hacer para pagárselo.

Mi único consuelo en estos momentos es que, algún día, los jóvenes alemanes retomarán la labor del Tercer Reich, mi labor, dando a Alemania y a la raza aria el lugar que les corresponden, como líderes de Europa y del mundo; y lo único que lamento es no poder estar aquí para verlo. Todo cuanto puedo legarles es mi ejemplo y mis preceptos, recogidos en el Mein Kampf. En cuanto a este diario, me dispongo a quemarlo en cuanto termine de escribir estas líneas, pues me niego a ver su contenido expuesto, juzgado y mancillado por los ignorantes indignos que a partir de hoy gobernarán el mundo.

Hoy termina mi vida, pero sé que mi legado perdurará, y las generaciones posteriores tendrán presente mi lucha y tomarán ejemplo de ella.